martes, septiembre 12, 2006

No voy en tren (Ni en avion)

Doce minutos esperé el colectivo para verlo llegar tres pitadas después de que me decida a prender un cigarrillo. Era inevitable.
Hay quien dice que al colectivero hay que saludarlo como se saluda al almacenero y quien afirma que no, que el saludo, para el chofer es decirle con cara de sueño y mirando para otro lado: ochenta.
Había contado las monedas, eran ochenta centavos exactos, pero una desapareció (debe haber sido una de esas de cinco, que como todos deberían saber, no son precisamente mis amigas.) así que empiezo a buscar en los bolsillos: primero el de atrás, después el de adelante: Nada. Busco otra vez en el de atrás y los pasajeros que quieren subir miran con cara de “flaco, ya buscaste en los bolsillos de atrás, si no tenés monedas bajate que acá hay gente decente que quiere subir y esta pasando frío” que es una cara muy parecida a la cara de furia pero con sutiles diferencias. Miro a los pasajeros buscando apoyo moral pero todos están mirando por la ventana, seguramente para contener la risa que les provoca mi patética situación. El chofer pregunta a los del fondo: ¿puedo cerrar la puerta? Y el último de la cola, tres metros afuera del colectivo dice: no.
Busco, recurso de último momento, en los bolsillos de la mochila: la moneda salvadora aparece en el bolsillo más chico y más inaccesible y se transforma rápidamente de “moneda salvadora” a “moneda hija de mil puta” por que apenas la saco se desliza entre mis dedos cae al piso y rueda por la escalerita hasta el escalón mas cercano a la calle.
Por supuesto los pre-pasajeros que aun no se transformaron en pasajeros por mis demoras, fingen no verla asi que deshago el camino, caminando contra corriente contra todos que, a instancias del chofer habían empezado a entrar para que se pueda cerrar la bendita puerta, dificultosamente me agacho entre la gente que me empuja, prefiriendo transformar el colectivo en una compactadora humana antes que desairar al chofer, logro recuperar la moneda y cuando vuelvo a la maquina de los boletos me sorprende el mensaje: “limite de tiempo excedido”
Vuelvo a empezar, pero esta vez no acepta una moneda.
¿Y flaco? _ me dice el chofer, con la típica simpatía que los caracteriza _ ¿te pensas quedar a vivir ahí?
Vuelvo a pasar la moneda, pero sigue sin aceptarla: “si hace un ratito la había aceptado” digo al chofer y a la expendedora de boletos, pero las maquinas no entienden razones.
Y los colectiveros tampoco.
Finalmente la moneda toma las condiciones necesarias de presión y temperatura y la maquina la da por buena. Con mi boleto, hago caso al cartel que reza: “en el fondo la gente es buena” y me abro lugar hasta las últimas filas.
Comunicadores y Literaros se tendrían que juntar para encontrar una alternativa a la frase: “se viaja como ganado” pienso yo, en este colectivo en el que, la verdad: se viaja como ganado.
Intento con todo tipo de malabares ponerme los auriculares del celular que prometía reproducir FM y cuyo vendedor olvido decir que la señal se perdía en las calles que no empiezan con “R” y cuando el locutor esta diciendo algo medianamente interesante. Con malabares inversos me saco los auriculares, esta vez teniendo mas cuidado, a ver si a la vieja de adelante se le ocurre quejarse por querer propasarme con ella. Porque a cierta edad las señoras lo único que quieren es quejarse y que se propasen con ellas.
La calidad de un libro se puede dividir en tres grandes grupos que, ordenados en forma ascendente serian: para leer sentado en el colectivo; para leer hasta si uno viaja parado y: para leer un tu casa, por mas que no se haya cortado el cable.
Cuando se baja un poco de gente, a la altura de plaza flores, empiezo a leer un libro de Coelho, que ni siquiera entra en la primera categoría pero al que estoy tratando como de la segunda a instancias de una compañera que me lo recomendó enfáticamente y la verdad no tiene otro merito como critica literaria que un par de tetas doce cubiertos que para mi, es mas que suficiente.
Entre flores y caballito, los que estamos parados ya somos apenas catorce, yo dejé de leer tras varios tropesones provocados por las bruscas frenadas y principalmente por la mirada de uno que viajaba sentado y con su irónica sonrisa parecía decir: “no podes leer a Coelho” y bueno, uno como le podria a explicar.
Señora ¿sabe manejar?_ pregunta el chofer a una anciana parada por las primeras filas. Todos miramos con curiosidad, la señora niega con la cabeza y el chofer explica: no, porque si sabia manejar la daba el asiento yo.
Y para todos los que viajamos parados es un momento de intima satisfacción. Es una venganza. Es un hecho que demuestra nuestra altitud moral. Que muestra como nosotros, los excluidos del sistema (del sistema de asientos) somos mejores que ellos, los cerdos burgueses que viajan sentados y no tienen ninguna preocupación y dejan a la pobre anciana morirse de tanto estar parada.
La guerra por un asiento: desde donde estaba cubría los 5 asientos de atrás y uno de los de dos. El siguiente estaba peleado con un cuarentón que tenia seguro dos asientos y pelando conmigo los de un lado y con una señora los del otro. Si yo daba un paso hacia el frente seria una total falta a las normas de etiqueta pero quedaría con el dominio de 9 asientos. Estadísticamente las posibilidades de quedar sin asiento hasta caballito serian casi nulas. Doy el paso, la cuchillada a traición, quedo en dominio de NUEVE asientos y cuando llegamos a caballito soy el único de todo el colectivo que esta parado. Si no fuese porque soy un finísimo literato diría que me cago en la estadística.
Cuando uno sufre una desgracia, inevitablemente cree que es al único que le pasa. Cuando uno es el único que viaja parado tiene la seguridad de ser al único que le pasa y todos no pueden más que mirarlo con sorna desde la comodidad de sus asientos.
Por fin alguien deja su asiento, corro a ocuparlo y mis ilusiones de dormir hasta el fin del viaje chocan con el culo del gordo que ocupa asiento y medio y me deja balanceándome al borde del precipicio.
Uno no quiere discriminar, pero si dejamos que los gordos se sienten en cualquier lado, esto es la ley de la selva_ diría un amigo. Yo no, yo seria incapaz. Yo soy un caballero. Un caballero a punto de caerse de su medio asiento.
Intento, por lo menos, leer de refilón su diario y el instantáneamente deja de leer. Como si tuviera medio que se lo gaste.
Unas cuadras antes de plaza Once quedan varios lugares vacíos. Se muy bien que en Once se van a volver a ocupar, así que si quiero pasarme de lugar este es mi momento, pero claro: ¿Cómo lo ira a tomar el gordo?... tampoco es cuestión de hacerlo sentir mal, me digo. Lo dudo, realmente lo dudo. Pero viajar en colectivo me hizo fuerte, esto no es para cualquiera, esto es la ley de la evolución en su más claro ejemplo: el más fuerte sobrevive. Me mudo a un asiento de uno y me toca justo el de la rueda, como si faltaran mas pruebas de que el mundo esta complotado en mi contra.
La ventana se abre sola con el movimiento del colectivo y deja entrar el viento frió del invierno en mi nuca. La cierro, intento dormir y el movimiento la vuelve a abrir. Las ventanas de los colectivos están gobernadas por el mismísimo Satanás. De otra forma no se explica como esa misma ventana permanece sepulcralmente cerrada los mediodías de enero.
Intento dormir a pesar del viento gélido que golpea mi nuca, imagino que el libro puede aburrirme hasta provocarme sueño pero más bien me causa indignación. De golpe sube el mejor somnífero: una mujer embarazada. No soy el único que fingió un súbito desmayo pero algo en mi me critica por la actitud. Estoy por darle el asiento cuando la duda se apodera de mí: y si no esta embarazada, sino gorda. Es una duda similar a la que tengo cuando sube una señora con un chico bastante crecido en brazos. No se, me parece que alguien debería regular eso, porque una cosa es uso de ese derecho y otra abuso, en cualquier momento suben las madres alzando chicos de catorce años y uno tiene que darle el asiento.
Bueno, me digo: si en diez segundos nadie le da el asiento se lo doy yo. Bueno, cuento cinco más. Me detengo en el cuatro, pienso: acá ya no quedan más caballeros. Ni caballeros ni asientos. Cuento hasta ochenta mil y se lo doy, para que aprendan. Justo se baja alguien y la embarazada –o gorda- se sienta.
La chica de atrás habla con su amiga como un loro. En estos momentos confió en que alguien, un héroe anónimo le grite en la cara: NENA CALLATE LA BOCA!. Pero no, sigue hablando de su novio su ropa su hermano su familia su escuela sus compañeros su amante su amigo su amiga su ex amiga su vecina el shoping la televisión la película que vio en el cine su jefe su compañero la ex novia de su novio las compras maquillajes NENA CALLATE LA BOCA!.
Cuando entramos en microcentro me vuelvo a hacer la misma pregunta de siempre: ¿no es más rápido ir caminando? Me pongo a seguir con la vista a uno que va caminando. Por supuesto no me bajo: quiero dormir.
Ahora la que habla es una señora. Se queja de lo que se quejan las señoras: la inseguridad, que ahora te matan por un par de zapatillas, que te violan en cualquier esquina. Da las soluciones que dan las señoras: habría que matarlos a todos. La gente es mas fascista en los transportes públicos que en los restaurantes de lujo
Pensando en lo que debería decirle me duermo, y me despierto apenas cuatro paradas después de la que me tendría que haber bajado.